martes, 23 de marzo de 2010

Definido por su autor como un videopoemopera electrónico, Planetopolis de Gianni Toti es – con sus dos horas y seis minutos de extensión – un video-limite. Los espectadores que presenciaron su primera exhibición pública en Buenos Aires, no asistieron a otra cosa que a la ceremonia de fundación mítica de una ciudad-planeta virtual, construida por las nuevas disponibilidades de la imagen digital; es aceptando ese desafío que fueron iniciados a la condición de planetopolitanos.
A partir de la Aldea Global hecha posible por la videosfera, que en solo un par de décadas fue de la utopía de Macluhan a un clise periodístico, Toti ha propuesto la constitución de un nuevo espacio simbólico, la fundación de una ciudad-planeta regulada por las leyes en transformación perpetua de su poesía.

Gianni Toti supo definirse alguna vez como un poemosaurio. Si en los 60’ solía ser calificado como un retorico en sus intervenciones teóricas dentro del marco de los celebres festivales cinematográficos de Pesaro (solía espetarse el adjetivo desde una condescendencia no exenta de cierta simpatía –al fin y al cabo – desde las posiciones de los promotores de un marxismo duro, formalizado y con visos de episteme y método científico), demostrando su condición extraterritorial, ya en los posmodernos 90’ Toti se ha asumido como un anacronismo viviente, nutrido y sostenido a poesía pura con una obra de vitalidad sorprendente. A contrapelo de la levedad que a menudo impera en una orientación hacia el puro look narcisistico definición de su autor, la que lo postula como poesimista. Es porque no cree residir en el mejor de los lugares posibles que se propone – como quería el viejo Holderlin – habitar poéticamente el mundo, fundarlo desde el video.

Planetopolis, lejos de demarcar fronteras rigidas, se establece en zonas fronterizas. Entre la obra y el manifiesto, trasciende la devaluación que desde los 70’ pudo verificarse en la categoría de obra a la par del ascenso del arte conceptual, donde la atención se centraba en el programa, en el manifiesto: el arte como idea, más que como objeto. Entre las múltiples ambiciones del video de Toti está la de trascender esa oposición obra/concepto, generando un video-manifiesto, dando un paso hacia un territorio post-conceptual. Y lo hace procesando la iconografía y los proyectos de las vanguardias históricas, más que el underground de los 50’ a la fecha. Explora linajes para su ciudad-planeta que se remontan fundamentalmente a las experiencias soviéticas de los 20’, pero que llegan hasta los proyectos onírico-arquitectónicos de un Boullée en el siglo XVIII.

En ese sentido, la obra también se localiza en un punto de confluencia entre la plástica, la música, la poesía y distintas vertientes y momentos del video de creación, elaborando un video-nudo con hilos heterogéneos, cuya textura a menudo desconcierta. Lo de videopoemopera habla de ese bricolaje en el punto de partida, que lejos de obligar a una hibridez garantiza la originalidad del resultado.
Pero hay otra frontera; la que se localiza entre el video y el arte digital. Con su cámara viajera Toti registro parte de lo visible en su transcurso. No obstante, otro tanto proviene de lo que a falta de mejor nombre hoy se denomina arte digital. Espacios cósmicos, tuneles, construcciones, esferas vertiginosas, figuras liquidas, extienden un magma virtual donde la imagen parece ubicarse a menudo al final de una gestación visible. Toti obtiene asi una epica de la imagen video.

Como experiencia perceptiva e intelectual de alta exigencia, Planetopolis convoca una demografía ideal e insólitamente compleja. El video de Toti se habla en 15 idiomas, incluido el artificial Planetopoliense. Participan de su decurso imágenes fílmicas de Lang, Eisenstein, Marker, Pennebaker, Lanoli, entre otras, y videograficas de Ulises Nadruz, Vladimir Carvalho, Bernard Bloch y Sandra Kogut. La banda de sonido alterna a Shostakovich, Honegger, Prokofiev, Haendel, Mahler, Pachebel o Elgar con Mercedes Sosa, Stephane Grapelli o Atahualpa Yupanqui.

Para reforzar su condición poemasaurica debe señalarse sin rodeos que Planetopolis es un video revolucionario. Hay en el una dimensión que puede sorprender en el actual entorno estético: la de la incorporación de la historia. Toti no remite al fin de ninguna historia, sino precisamente a lo contrario: al comienzo de otra. De su Big-Bang electrónico a su declaración digital del estatuto planetopoliense, la obra respira un deseo revolucionario que atañe a la vida entera concebida poéticamente. Habituado a minimalismos varios, el espectador presente puede vacilar ante este maximalismo poético, que avanza en una revolución permanente, giro tras giro, como imagino aquel joven Denis Kaufman que se bautizo a si mismo con el nombre entre ucraniano y ruso de Dziga Vertov. Recuerda que en otros tiempos, su autor volvía una y otra vez a las postulaciones de aquel cine-ojo.

La extensión del video de Toti le convierte, por otra parte, en un ejercicio distante de las aceleraciones y brevedades frecuentes en el medio. Lejos de las velocidades que al parece impone el entorno digital y que obsesionan a teóricos como Paul Virilio, Planetopolis evoluciona tomándose su tiempo. En ese sentido crece su exigencia al espectador, que debe orbitarlo en sus giros parsimoniosos, mientras la palabras se fundan, al igual que las imágenes, en su transcurso. Es un ejemplo acabado, en ese sentido, de una ciber-resistencia que sostiene la crítica en plena explosión de la bomba numérica.

Uno de los problemas característicos de la innovación formal en el video de creación reside en su fundamental plasticidad, que al tiempo de interrogar las fronteras de la imagen y promover nuevas formas, lo hace extremadamente funcional, rápidamente apto para la asimilación y apropiación como materia prima de diversos productos del mercado audiovisual, muy especialmente el videoclip o el spot publicitario. Pero Toti plantea una estrategia de resistencia al marketing fundada en la instalación de palabras que nombran las imágenes, que interponen una diferencia, que interpelan a un espectador sacudiendo su comodidad. En su variedad de movimientos, el video de Toti provoca una emoción intensa que se arraiga en su fundamental honestidad. Ajeno a modas, a tendencias del momento, esta desmesurada obra demuestra su sed de sentido, lo que conecta a la épica con una ética de la imagen bajo sus nuevas formas. En tiempos en que parece ingenuo y definitivamente demodé preguntar si el video puede transformar el mundo, Toti propone cambiar el interrogante ¿Puede el video fundar uno? La respuesta es sí, y su nombre es Planetopolis.


Planetopolis, de Gianni Toti (De la videosfera a la ciudad global) - Eduardo A. Russo
(En el Libro La revolucion del Video - Jorge La Ferla)